Esta semana les contaré de mi abuela, ya que una de
las tantas cosas que me sorprende de mi abuela, es que, funciona a pilas. O con
electricidad, depende. Depende de la energía que necesite para lo que haya que
hacer.
Si la tarea es cuidar al menor de mis hermanos, cuando mis padres
salen de noche, la dejan enchufada. La sientan sobre la mecedora que está al
lado de su cama y le empalman un cable que llega hasta el teléfono por
cualquier emergencia.
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Si en cambio va a preparar una torta o a calentar
la leche del pequeño cuando regresa del jardín de niños, le colocamos
las pilas para que se mueva con toda libertad.
Mi abuela es igual a las otras. En serio. Sólo que
está hecha con alta tecnología. Sin ir más lejos, tiene doble casetera y eso es
bárbaro porque se le pueden pedir dos cosas al mismo tiempo. Y ella responde.
Me la trajeron a casa apenas salió a la venta. Mis
padres la pagaron con tarjeta de crédito a la mañana, y a la tarde ya estaba
con nosotros.
Es que mi familia es muy moderna. Modernísima. A
tal punto mi mamá y mi papá están preocupados por andar a la moda que no
guardan ni el más mínimo recuerdo. De un día para otro tiran lo que pasó a la
basura.
Desde que la abuela está en casa, las cosas en la
escuela no le van tan mal a mi hermano.
Para empezar, ella tiene un dispositivo automático
que todas las tardes se pone en marcha a la hora de hacer los deberes. Es así:
se le prende una luz y se acciona una palanca. Abandona automáticamente lo que
está haciendo y sus radares apuntan hacia donde se encuentra mi pequeño
hermano. Entonces lo levanta por la cintura y lo sienta junto a ella frente al
escritorio. Ahí empiezan a resolver pequeñas cuentas o a calcar un mapa con
tinta china negra.
Aunque nadie se lo pida, mi abuela lleva un
registro exacto de sus útiles escolares. Tener una abuela como la mía me
encanta. Sobre todo cuando está enchufada, porque así puede gastar toda la
energía que se le dé la gana y no cuesta demasiado mantenerla, como dice mi
papá, que además de moderno es un tacaño y sufre como un perro cada vez que a
mi abuela hay que cambiarle las pilas.
Casi todas las noches mi hermanito la enchufa un
rato antes de irse a dormir. Así le cuenta un cuento. O lo hace aparecer en su
pantalla para que el lea mientras ella le acaricia la cabeza. Sabe millones.
Basta colocarle el disquete correspondiente (porque también viene con
disquetera) y en cuestión de segundos empieza con alguna historia. Como
completamente automática, se apaga sola cuando él se duerme.
Más que nunca parece una persona común y corriente.
Y es que además tiene una tecla de memoria que le permite escucharme. Yo puedo
contarle cosas y, oprimiendo esa tecla, ella archiva toda la información: al
final sabe de mí más que ninguno.
A mí me encanta tener esta abuela.
Pero ayer, mi mamá dijo que quería cambiarla por un
modelo más nuevo. Dice que salieron unas más chicas, menos aparatosas, con más
funciones y a control remoto.
La idea no me gusta para nada. Porque, aunque es
cierto que estoy bastante acostumbrado a los cambios, con esta abuela me siento
muy bien.
Las habrá mejor equipadas, ya sé. Pero yo quiero a la abuela que
tengo. Y es que, aparte, cada vez me convenzo más de que ella también está
acostumbrada a nosotros.
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A decir verdad, desde que en casa están pensando en
cambiar a la abuela, yo estoy tramando un plan para retenerla.
Sí. De a poquito la estoy entrenando para que pueda
vivir por sus propios medios. Para que no deje que la compren y la vendan como
si fuera una cosa, un mueble usado.
Los otros días le desconecté la luz de los ojos y
ahora le estoy enseñando a ver. Vamos bien.
También le estoy enseñando a ser cariñosa sin el
disquete. Ésa es la parte que me resulta más fácil; a lo mejor porque me
quiere, aunque ella todavía no lo sepa. Pienso seguir trabajando.
Mi objetivo es que aprenda a llorar. A llorar como loca. Y lo más pronto
posible, así el día que se la quieran llevar como parte de pago para traer una
nueva, el escándalo lo armamos juntos.